Un comentario sobre la imagen(1):
En esta imagen podemos observar, la representación del maltrato de la tierra en el rostro de un hombre, cómo la tierra sufre por nuestro maltrato, al no saber cómo cuidarla, produciéndole tanta contaminación, no pensamos cómo tratarla; sabiendo que nos deja vivir sobre ella. A veces los seres humanos no tenemos conciencia del daño que le hacemos, con cada hecho en contra del planeta tierra.
Esta imagen refleja la preocupación, la soledad, que muchas veces la tierra siente, no pude hacer nada para cuidarse así misma, estar dependiendo de los seres humanos que no somos concientes de la destrucción que poco a poco hacemos a nuestro hogar.
Johana Valencia 11-6
martes, 15 de diciembre de 2009
Sabiduría Maldita
Un cuento de Terror
Todo empezó el 13 de octubre de 1993, con un suave goteo en la casa de los Ortiz, quienes vivían en Cali, en el barrio cuidad jardín. Allí habitaba esteban un joven de 14 años con su abuela su madre y su padre, quienes ignoraban que anteriormente esta vivienda había sido utilizada para invocar al demonio por personas que practicaban ocultismo, magia negra y ritos satánicos. Entre estos ritos estaba sacrificar animales y beber su sangre. El sonido se inició un sábado en la noche, el niño y su abuela se encontraban solos, se percataron y decidieron buscar por todas las habitaciones el origen del ruido. Al entrar al dormitorio de la abuela vieron que el cuadro de la imagen de Jesús estaba torcido y se movía como si alguien golpeara la pared trasera,. El golpe paró para dar paso al chirrido de unos arañazos tras la pared como si hubieran mil gatos rasguñando la madera: estos ruidos continuaron oyéndose durante doce días, empezaban a las 7 pm y paraban alas 3am.
Curiosamente, se detuvieron el día que murió Rebeca una tía espiritista de Esteban. Quien le enseñó a él a manejar la tabla ouija. A partir de a aquel momento Esteban pasaba horas enteras jugando con la tabla, intentando entrar en contacto con el espíritu de su tía. Al irse a dormir escuchaba pasos junto a su cama y durante el día lanzaban objetos o se caían solos, todos podían ver como las cosas giraban alrededor del muchacho pero él insistía en que no era su culpa, los acontecimientos crecían llegando al punto de quedarse petrificado. Para ahuyentar el miedo de Esteban su abuela y su madre se acostaron con él. De pronto el colchón levitó y las sábanas completamente estiradas se levantaron ante sus ojos, como si alguien jalara de extremo a extremo.
La familia consultó a un médico psiquiatra quien declaró a Esteban normal, pero él ya no podía asistir a al colegio por que veía espantos, sangre y muerte en las caras de sus compañeros. Su reacción era tan fuerte que atacaba a sus compañeros, la escuela tuvo que cancelar la matricula pues se consideraba un peligro para los estudiantes.
Durante las noches tenia pesadillas en las que parecía hablar con alguien, sus padres ya preocupados se dirigieron donde un pastor, quien creía que era un poltergeist (manifestación de "Telequinesis" que es generada a nivel subconsciente por uno de los habitantes de la casa). pero al pasar la noche con él y ver sobre el pecho de Esteban unos extraños rasguños en forma de letras, llegó a la conclusión que era una posesión demoniaca.
Ésta se manifestaba mediante ruidos extraños, y hablando en latín (Obscenis, peream, Priape,sinonuti me pudet improbisque verbisque ) que el pastor tradujo como: “somos seis los que habitamos aquí vete esclavo de Dios no te queremos con nosotros”, el pastor recomendó a la familia consultar a un sacerdote católico, pues ellos dan agua bendita y medallones consagrados que son infalibles contra el demonio. Visitaron a un sacerdote quien le obsequió una botella de agua bendita, y le dio órdenes precisas sobre cómo utilizar el agua. Al llegar a la casa se dirigieron al cuarto de Esteban y lo encontraron caminando sobre la pared, al rociarle el agua bendita él aruñó a su madre quién tuvo que salir de la habitación.
El sacerdote decidió visitar a la familia Ortiz en ese momento sintió una mala energía que provenía de la casa, y supo que era un poder maligno que había invadido a Esteban. Al empezar el exorcismo el espíritu hablaba a través del joven en latín decía ¨sed cum tu posito deus pudore ostendas mihi coleos patentes cum cunno mihi mentula est vocanda, al traducirlo el sacerdote dijo que “la casa fue utilizada para invocar al maligno, y también que esteban utilizó la tabla prohibida por esto él era un poseso”. Al decir el sacerdote “yo te ordeno espíritu impuro, seas quien seas, junto con todos asociados que han tomado posesión de este siervo de Dios, que por misterios de la encarnación, pasión resurrección y ascensión de nuestro señor me digas mediante una señal el nombre, el día y la hora de tu partida.”
Ronchas rojas y rasguños cruzaron la garganta, los muslos, el estómago, la espalda y el rostro de Esteban, en su pecho apareció (hall, chango, espite, Lucifer, mamon, satachia 666 06 06 dc).el sacerdote dijo que en seis días estos espíritus se irían, mediante su orina. Al pasar estos seis días el espíritu se hacía más fuerte, rasguñaba, chillaba, ladraba, reía diabólicamente, insultaba, y maldecía al oír las plegarias o el nombre de Jesús. Al sexto día Esteban fue llevado por su familia a otra sesión de exorcismo. Al iniciar el padre con la ceremonia sintió un aura siniestra que los exorcistas llaman el roce de Satanás. Otra vez el espíritu se manifestó pero fue peor porque mató al sacerdote con unas tijeras, se las enterró en el corazón, se lamió y se untó la sangre.
La familia aterrorizada llevó a Esteban donde una bruja blanca quien dijo que estos espíritus no se irían a menos que el poseso muriera. Así como mató al padre, mediante un objeto corto punzante, los padres no aceptaban que su hijo muriera en esas condiciones. Camino a casa Esteban muy desesperado se lanzó del balcón pero milagrosamente se salvó, lo encontraron sin un brazo y sin una pierna. El padre desesperado tomó unas tijeras y se las enterró en el corazón. En ese momento Esteban se sintió liberado y agradeció a su padre este gesto. Luego del entierro su madre lo veía en sueños caminando por un pantano oscuro, donde tenía sus manos cortadas y su rostro desfigurado. También veía como los demonios querían poseerlo y convertirlo en uno de ellos, el demonio mayor dijo: “ahora sigues tú, cuídate porque ni Dios ni nadie te salvaran de mis garras”.
La familia entendió que era el designio de la vida quien quería demostrar que tanto Dios como el demonio tenían poder de convencimiento hacia los humanos.
Dianeth Larrahodo Gonzalias, Alix Larrahondo Ramos, Lina María Arias, María Fernanda Jiménez, Angie Zambrano, Freddy Sánchez, Andrés Felipe Patiño,Brayan Obando
Grado 11-5
Todo empezó el 13 de octubre de 1993, con un suave goteo en la casa de los Ortiz, quienes vivían en Cali, en el barrio cuidad jardín. Allí habitaba esteban un joven de 14 años con su abuela su madre y su padre, quienes ignoraban que anteriormente esta vivienda había sido utilizada para invocar al demonio por personas que practicaban ocultismo, magia negra y ritos satánicos. Entre estos ritos estaba sacrificar animales y beber su sangre. El sonido se inició un sábado en la noche, el niño y su abuela se encontraban solos, se percataron y decidieron buscar por todas las habitaciones el origen del ruido. Al entrar al dormitorio de la abuela vieron que el cuadro de la imagen de Jesús estaba torcido y se movía como si alguien golpeara la pared trasera,. El golpe paró para dar paso al chirrido de unos arañazos tras la pared como si hubieran mil gatos rasguñando la madera: estos ruidos continuaron oyéndose durante doce días, empezaban a las 7 pm y paraban alas 3am.
Curiosamente, se detuvieron el día que murió Rebeca una tía espiritista de Esteban. Quien le enseñó a él a manejar la tabla ouija. A partir de a aquel momento Esteban pasaba horas enteras jugando con la tabla, intentando entrar en contacto con el espíritu de su tía. Al irse a dormir escuchaba pasos junto a su cama y durante el día lanzaban objetos o se caían solos, todos podían ver como las cosas giraban alrededor del muchacho pero él insistía en que no era su culpa, los acontecimientos crecían llegando al punto de quedarse petrificado. Para ahuyentar el miedo de Esteban su abuela y su madre se acostaron con él. De pronto el colchón levitó y las sábanas completamente estiradas se levantaron ante sus ojos, como si alguien jalara de extremo a extremo.
La familia consultó a un médico psiquiatra quien declaró a Esteban normal, pero él ya no podía asistir a al colegio por que veía espantos, sangre y muerte en las caras de sus compañeros. Su reacción era tan fuerte que atacaba a sus compañeros, la escuela tuvo que cancelar la matricula pues se consideraba un peligro para los estudiantes.
Durante las noches tenia pesadillas en las que parecía hablar con alguien, sus padres ya preocupados se dirigieron donde un pastor, quien creía que era un poltergeist (manifestación de "Telequinesis" que es generada a nivel subconsciente por uno de los habitantes de la casa). pero al pasar la noche con él y ver sobre el pecho de Esteban unos extraños rasguños en forma de letras, llegó a la conclusión que era una posesión demoniaca.
Ésta se manifestaba mediante ruidos extraños, y hablando en latín (Obscenis, peream, Priape,sinonuti me pudet improbisque verbisque ) que el pastor tradujo como: “somos seis los que habitamos aquí vete esclavo de Dios no te queremos con nosotros”, el pastor recomendó a la familia consultar a un sacerdote católico, pues ellos dan agua bendita y medallones consagrados que son infalibles contra el demonio. Visitaron a un sacerdote quien le obsequió una botella de agua bendita, y le dio órdenes precisas sobre cómo utilizar el agua. Al llegar a la casa se dirigieron al cuarto de Esteban y lo encontraron caminando sobre la pared, al rociarle el agua bendita él aruñó a su madre quién tuvo que salir de la habitación.
El sacerdote decidió visitar a la familia Ortiz en ese momento sintió una mala energía que provenía de la casa, y supo que era un poder maligno que había invadido a Esteban. Al empezar el exorcismo el espíritu hablaba a través del joven en latín decía ¨sed cum tu posito deus pudore ostendas mihi coleos patentes cum cunno mihi mentula est vocanda, al traducirlo el sacerdote dijo que “la casa fue utilizada para invocar al maligno, y también que esteban utilizó la tabla prohibida por esto él era un poseso”. Al decir el sacerdote “yo te ordeno espíritu impuro, seas quien seas, junto con todos asociados que han tomado posesión de este siervo de Dios, que por misterios de la encarnación, pasión resurrección y ascensión de nuestro señor me digas mediante una señal el nombre, el día y la hora de tu partida.”
Ronchas rojas y rasguños cruzaron la garganta, los muslos, el estómago, la espalda y el rostro de Esteban, en su pecho apareció (hall, chango, espite, Lucifer, mamon, satachia 666 06 06 dc).el sacerdote dijo que en seis días estos espíritus se irían, mediante su orina. Al pasar estos seis días el espíritu se hacía más fuerte, rasguñaba, chillaba, ladraba, reía diabólicamente, insultaba, y maldecía al oír las plegarias o el nombre de Jesús. Al sexto día Esteban fue llevado por su familia a otra sesión de exorcismo. Al iniciar el padre con la ceremonia sintió un aura siniestra que los exorcistas llaman el roce de Satanás. Otra vez el espíritu se manifestó pero fue peor porque mató al sacerdote con unas tijeras, se las enterró en el corazón, se lamió y se untó la sangre.
La familia aterrorizada llevó a Esteban donde una bruja blanca quien dijo que estos espíritus no se irían a menos que el poseso muriera. Así como mató al padre, mediante un objeto corto punzante, los padres no aceptaban que su hijo muriera en esas condiciones. Camino a casa Esteban muy desesperado se lanzó del balcón pero milagrosamente se salvó, lo encontraron sin un brazo y sin una pierna. El padre desesperado tomó unas tijeras y se las enterró en el corazón. En ese momento Esteban se sintió liberado y agradeció a su padre este gesto. Luego del entierro su madre lo veía en sueños caminando por un pantano oscuro, donde tenía sus manos cortadas y su rostro desfigurado. También veía como los demonios querían poseerlo y convertirlo en uno de ellos, el demonio mayor dijo: “ahora sigues tú, cuídate porque ni Dios ni nadie te salvaran de mis garras”.
La familia entendió que era el designio de la vida quien quería demostrar que tanto Dios como el demonio tenían poder de convencimiento hacia los humanos.
Dianeth Larrahodo Gonzalias, Alix Larrahondo Ramos, Lina María Arias, María Fernanda Jiménez, Angie Zambrano, Freddy Sánchez, Andrés Felipe Patiño,Brayan Obando
Grado 11-5
lunes, 14 de diciembre de 2009
Tiempo atrás
Un comentario a la imagen (1)
Mi mamá antes, cuando era madre cabeza de hogar, pasaba horas enteras pensando en que iba hacer para darnos de comer, ya que mi padre no le importaban sus hijos, porque según él no podía mantener una familia. Pero esto ya cambió y ahora vivo con él y muy feliz.
Por eso esta imagen la relaciono con una experiencia familiar, porque la cara representa la historia ya vivida, los ojos una esperanza, las manos un nuevo cambio, es el caso de mi padre.
Dianeth larrahondo gonzalias
grado 11-5
Mi mamá antes, cuando era madre cabeza de hogar, pasaba horas enteras pensando en que iba hacer para darnos de comer, ya que mi padre no le importaban sus hijos, porque según él no podía mantener una familia. Pero esto ya cambió y ahora vivo con él y muy feliz.
Por eso esta imagen la relaciono con una experiencia familiar, porque la cara representa la historia ya vivida, los ojos una esperanza, las manos un nuevo cambio, es el caso de mi padre.
Dianeth larrahondo gonzalias
grado 11-5
El sufrimiento por la desgracia
Un comentario a la imagen(1)
La imagen representa rabia, maldad, dolor, sufrimiento, angustia, puede ser porque esta persona tuvo malos momentos en su vida y sufrió mucho, ya sea por situaciones de violencia, afecto amoroso, soledad, hambrunas, etc.
Yo lo relaciono con una persona que sufre mucho en la vida por maltratos y dificultades que se le presentan por la falta de dinero y hace muchas cosas para salir adelante. Ella escoge el medio más rápido como prostituirse, vender droga, matar, robar, a medida que va pasando el tiempo se va creando esa frialdad, odio y desgaste, Que la hace reflejar de tal manera.
Angie Lorena Melo León
Grado: 11-4
Institución educativa comercial ciudad de Cali
La imagen representa rabia, maldad, dolor, sufrimiento, angustia, puede ser porque esta persona tuvo malos momentos en su vida y sufrió mucho, ya sea por situaciones de violencia, afecto amoroso, soledad, hambrunas, etc.
Yo lo relaciono con una persona que sufre mucho en la vida por maltratos y dificultades que se le presentan por la falta de dinero y hace muchas cosas para salir adelante. Ella escoge el medio más rápido como prostituirse, vender droga, matar, robar, a medida que va pasando el tiempo se va creando esa frialdad, odio y desgaste, Que la hace reflejar de tal manera.
Angie Lorena Melo León
Grado: 11-4
Institución educativa comercial ciudad de Cali
EL SAHARA UN LUGAR EN EL QUE NUNCA DESEARÍAS ESTAR
Un comentario a la imagen (1)
La imagen a mi me expresa angustia, sufrimiento y ansiedad, ya que yo lo imagino con una persona que hace un viaje al desierto de Sahara para hacer una investigación climática del lugar, y allí a él le pasan cosas inesperadas que nunca en su vida le llegaron a pasar.
En ese lugar las autoridades por así decirlo, confunden a este americano como a una persona mala que viene es a perjudicar, ya que en aquel desierto hacen trafico de joyas, y temían de que este fuera a acusarlos del delito, y por confundirlo, le hacen la vida imposible, de tal forma que despierte en él un deseo vehemente de dar la vida por salir de aquel lugar, ese sufrimiento y dolor que le hacen pasar, hace que su vida sea la más miserable y desesperante.
Ese sufrimiento es único, y por ese motivo nunca se le olvidara de su vida, aunque tenga que pasar por lo más terrorífico, el sufrimiento en vida propia, la angustia de saber si podrá sobrevivir a aquel sufrimiento, y la ansiedad de poder lograr salir de aquella pesadilla que parece ser eterna.
Andrea Rosero Pinzón 11-4
La imagen a mi me expresa angustia, sufrimiento y ansiedad, ya que yo lo imagino con una persona que hace un viaje al desierto de Sahara para hacer una investigación climática del lugar, y allí a él le pasan cosas inesperadas que nunca en su vida le llegaron a pasar.
En ese lugar las autoridades por así decirlo, confunden a este americano como a una persona mala que viene es a perjudicar, ya que en aquel desierto hacen trafico de joyas, y temían de que este fuera a acusarlos del delito, y por confundirlo, le hacen la vida imposible, de tal forma que despierte en él un deseo vehemente de dar la vida por salir de aquel lugar, ese sufrimiento y dolor que le hacen pasar, hace que su vida sea la más miserable y desesperante.
Ese sufrimiento es único, y por ese motivo nunca se le olvidara de su vida, aunque tenga que pasar por lo más terrorífico, el sufrimiento en vida propia, la angustia de saber si podrá sobrevivir a aquel sufrimiento, y la ansiedad de poder lograr salir de aquella pesadilla que parece ser eterna.
Andrea Rosero Pinzón 11-4
Desesperación
Un comentario sobre la imagen(1)
En esta imagen podemos observar el rostro de una persona que ha sufrido demasiado, representando su abandono, sus problemas y estrés con las huellas que el tiempo ha dejado. Es una persona sin esperanza, enclaustrado en su soledad. Las manos que la sostienen también son manos ajadas pero que le están brindando un apoyo haciéndole sentir que no está solo.
También lo podemos interpretar como una persona encerrada en si misma cuyo sentido para vivir es muy limitado ya que ha conocido solo sufrimiento y lo podemos analizar de la forma en que con sus manos cierra su mente pero viendo en sus ojos la necesidad de cariño, pidiendo un auxilio para encontrar su razón de vivir por que en su interior sabe que no está solo.
Muchas veces nosotros mismos al estar débiles y no saber afrontar nuestros problemas nos podemos ver en la misma situación que representa para mí esta imagen. Las cosas más simples las llevamos al extremo convirtiéndolas en un abismo del cual no encontramos salida y cuando reflexionamos vemos la simpleza por la cual nos estábamos destruyendo.
Hecho por: ALEXANDRA PEÑA ROMERO
Grado: 11-7
En esta imagen podemos observar el rostro de una persona que ha sufrido demasiado, representando su abandono, sus problemas y estrés con las huellas que el tiempo ha dejado. Es una persona sin esperanza, enclaustrado en su soledad. Las manos que la sostienen también son manos ajadas pero que le están brindando un apoyo haciéndole sentir que no está solo.
También lo podemos interpretar como una persona encerrada en si misma cuyo sentido para vivir es muy limitado ya que ha conocido solo sufrimiento y lo podemos analizar de la forma en que con sus manos cierra su mente pero viendo en sus ojos la necesidad de cariño, pidiendo un auxilio para encontrar su razón de vivir por que en su interior sabe que no está solo.
Muchas veces nosotros mismos al estar débiles y no saber afrontar nuestros problemas nos podemos ver en la misma situación que representa para mí esta imagen. Las cosas más simples las llevamos al extremo convirtiéndolas en un abismo del cual no encontramos salida y cuando reflexionamos vemos la simpleza por la cual nos estábamos destruyendo.
Hecho por: ALEXANDRA PEÑA ROMERO
Grado: 11-7
Profundo dolor
Un comentario a imagen(1)
Esta imagen trasmite un sentimiento de agonía y soledad, lo cual me hace pensar que esta persona acaba de pasar por una situación llena de angustia.
Su mirada refleja mucho desconsuelo, al igual que sus manos manifiestan inquietud y ansia. Siento que ya no tiene salida su problema, por esta razón ha optado por concentrarse en un pensamiento autodestructivo, Provocándose un colapso mental.
El color negro que observamos en la imagen confirma que hay tristeza, ausencia y miedo.
Los seres humanos somos una cajita colmada de emociones que nunca aprendemos a manejar.
En muchos casos las personas se sienten tristes al no cumplir sus expectativas, sueños o metas; debido al empeño puesto en un proyecto, pensamiento u objetivo a cumplir.
Al desencadenar dicha tristeza caemos en un estado depresivo donde hay desesperanza; convirtiéndose en un problema de sumo cuidado, de lo contrario caeremos en un eterno dolor; necesitando un ajuste de ideas y prioridades los cuales deben ser tratados por expertos, o tan solo con ejercicios mentales que cada persona implante como método de ayuda para salir adelante.
Esperanza Rojas Gutiérrez 11-7
Esta imagen trasmite un sentimiento de agonía y soledad, lo cual me hace pensar que esta persona acaba de pasar por una situación llena de angustia.
Su mirada refleja mucho desconsuelo, al igual que sus manos manifiestan inquietud y ansia. Siento que ya no tiene salida su problema, por esta razón ha optado por concentrarse en un pensamiento autodestructivo, Provocándose un colapso mental.
El color negro que observamos en la imagen confirma que hay tristeza, ausencia y miedo.
Los seres humanos somos una cajita colmada de emociones que nunca aprendemos a manejar.
En muchos casos las personas se sienten tristes al no cumplir sus expectativas, sueños o metas; debido al empeño puesto en un proyecto, pensamiento u objetivo a cumplir.
Al desencadenar dicha tristeza caemos en un estado depresivo donde hay desesperanza; convirtiéndose en un problema de sumo cuidado, de lo contrario caeremos en un eterno dolor; necesitando un ajuste de ideas y prioridades los cuales deben ser tratados por expertos, o tan solo con ejercicios mentales que cada persona implante como método de ayuda para salir adelante.
Esperanza Rojas Gutiérrez 11-7
VIDA
Un comentario a la imagen(1)
La vida, ¿qué es la vida? Quizás, es el ser que llevamos dentro, igual a lo exterior, que tenemos en nuestro alrededor.
Millones de cosas por descubrir, sueños, metas, moralidad, valores, semejanzas, derechos, deberes, compromisos, salud, sentido de pertenencia, corazón, ¿qué es el corazón? Un órgano, también un sentimiento, ¿qué es un sentimiento? Sería felicidad, amor, paz, humano, ¿qué es ser humano? Persona con capacidades extraordinarias, mentalidad de valor, un mortal, ¿qué podría ser mortal? El cuerpo no el alma, qué es alma? ¡Espiritualidad infinita! Soy yo, un ser que se pregunta por qué se encuentra en este mundo, ¿qué el mundo? ¡Un planeta! Una composición de seres vivos que disfrutan de un ambiente dañino y un medio ambiente natural incompleto, gracias a las "maravillas" hechas por el mismo ser llamado social, creado por un ser supremo jamás visto por la actualidad y el más conocido por toda la sociedad, su nombre único, nunca utilizado por un ser imperfecto, solo es él, un Dios capacitado para tenerme aquí en la "tierra" como misión se diría, vivir pero siempre obrando el bien y no el mal. ¿Qué es mal? Un conjunto de ideas malignas hechas por el hombre, qué es el hombre? El ser universal, el ser integro cargado de fortalezas al igual de debilidades, que atraen como pensamiento un ser intelectual y emocional...
¿AHORA QUÉ?
¿Por qué habré dicho todo esto?, quizás es porque nos falta ser seres con grandes cualidades, que la verdad, no son aprovechadas y quiero saber ¿en dónde se encuentran?, ¿por qué nos dejamos llevar por personas que quieren hacer el mal cómo parte de la vida cotidiana? Con toda sinceridad ¡no se qué pasa, no sé qué nos pasa! Todo esto debería ser lo contrario; demostremos que somos capaces de vivir sin estos sucesos, el mal lo podemos volver como fantasía nunca descubierta, y el bien que reine en el ser llamado "vida".
Alejandra Castaño.
Grado11-4
La vida, ¿qué es la vida? Quizás, es el ser que llevamos dentro, igual a lo exterior, que tenemos en nuestro alrededor.
Millones de cosas por descubrir, sueños, metas, moralidad, valores, semejanzas, derechos, deberes, compromisos, salud, sentido de pertenencia, corazón, ¿qué es el corazón? Un órgano, también un sentimiento, ¿qué es un sentimiento? Sería felicidad, amor, paz, humano, ¿qué es ser humano? Persona con capacidades extraordinarias, mentalidad de valor, un mortal, ¿qué podría ser mortal? El cuerpo no el alma, qué es alma? ¡Espiritualidad infinita! Soy yo, un ser que se pregunta por qué se encuentra en este mundo, ¿qué el mundo? ¡Un planeta! Una composición de seres vivos que disfrutan de un ambiente dañino y un medio ambiente natural incompleto, gracias a las "maravillas" hechas por el mismo ser llamado social, creado por un ser supremo jamás visto por la actualidad y el más conocido por toda la sociedad, su nombre único, nunca utilizado por un ser imperfecto, solo es él, un Dios capacitado para tenerme aquí en la "tierra" como misión se diría, vivir pero siempre obrando el bien y no el mal. ¿Qué es mal? Un conjunto de ideas malignas hechas por el hombre, qué es el hombre? El ser universal, el ser integro cargado de fortalezas al igual de debilidades, que atraen como pensamiento un ser intelectual y emocional...
¿AHORA QUÉ?
¿Por qué habré dicho todo esto?, quizás es porque nos falta ser seres con grandes cualidades, que la verdad, no son aprovechadas y quiero saber ¿en dónde se encuentran?, ¿por qué nos dejamos llevar por personas que quieren hacer el mal cómo parte de la vida cotidiana? Con toda sinceridad ¡no se qué pasa, no sé qué nos pasa! Todo esto debería ser lo contrario; demostremos que somos capaces de vivir sin estos sucesos, el mal lo podemos volver como fantasía nunca descubierta, y el bien que reine en el ser llamado "vida".
Alejandra Castaño.
Grado11-4
Frustración
Un comentario a la imagen (1)
Para mí la imagen representa un temor, frustración sobre algo que no puedo lograr.
Este es el caso de Andrés tenía un sueño por lograr, pero por cosas del destino todo se derrumbo; el sueño era poderse casar y tener una familia pero su novia Stephania murió trágicamente en un accidente automovilístico, para él fue muy dura su muerte pues era la mujer de su vida, la persona ideal para el…
Desde entonces no ha podido recuperarse y está internado en una clínica psiquiátrica, donde le dan calmantes porque a cada momento está llamando a su novia y a su hijo Santiago pues ellos tenían un bebe de 3 meses pero en el accidente también murió.
La familia de Andrés le ruegan a Dios para que un día el pueda salir de la clínica.
Andrea S. Hoyos
11-5
Para mí la imagen representa un temor, frustración sobre algo que no puedo lograr.
Este es el caso de Andrés tenía un sueño por lograr, pero por cosas del destino todo se derrumbo; el sueño era poderse casar y tener una familia pero su novia Stephania murió trágicamente en un accidente automovilístico, para él fue muy dura su muerte pues era la mujer de su vida, la persona ideal para el…
Desde entonces no ha podido recuperarse y está internado en una clínica psiquiátrica, donde le dan calmantes porque a cada momento está llamando a su novia y a su hijo Santiago pues ellos tenían un bebe de 3 meses pero en el accidente también murió.
La familia de Andrés le ruegan a Dios para que un día el pueda salir de la clínica.
Andrea S. Hoyos
11-5
La imagen de la tierra
Un comentario sobre la imagen(1)
Esta imagen significa para mí que está representando todo lo malo que hemos hecho en el planeta tierra, como lo del calentamiento global. Su cara es toda rajada y muy fea, la mano significa que estamos tratando de ayudar ese pedacito que nos queda pero como que es demasiado tarde. Porque su cara está muy destruida. Los ojos nos dicen que está enfadada por lo malo que hemos hecho y que su rostro esta así por culpa de nosotros.
Freddy David Sánchez Díaz
11-5
Esta imagen significa para mí que está representando todo lo malo que hemos hecho en el planeta tierra, como lo del calentamiento global. Su cara es toda rajada y muy fea, la mano significa que estamos tratando de ayudar ese pedacito que nos queda pero como que es demasiado tarde. Porque su cara está muy destruida. Los ojos nos dicen que está enfadada por lo malo que hemos hecho y que su rostro esta así por culpa de nosotros.
Freddy David Sánchez Díaz
11-5
JUEGOS OLIMPICOS
Un comentario a la imagen(1)
El símbolo que representa es sobre la organización de los juegos olímpicos Londres 2012, muestra un logo que será la imagen del evento deportivo. Parece como si los números 2012 formaran un rompecabezas y se encuentran con cuatro colores llamativos.
El logo para simbolizar los juegos olímpicos, es muy abstracto al no representar una estrategia parecida con los juegos pasados. Me gusta el logotipo porque, tiene mucha creatividad y es un logo más sencillo que los anteriores. Para mí la imagen representa como un rompecabezas en donde todos podamos, llegar a formar un vínculo por un mismo propósito, la estrategia es dar a conocer un número y un lugar donde se representaran los juegos claro que con un poco de esfuerzo se notan los números.
Sin embargo creo que no es adecuado porque exige un poco de esfuerzo para poder entender su significado, debería tener más figuras o más símbolos llamativos. El problema es que para llegar a interpretarlo tiene un poco de dificultad ya que el símbolo tiene parecido a las letras Z, O, K y también a una R, la cual hace que de pronto te haga pensar que es una palabra.
ALIX YISETH LARRAHONDO RAMOS
11-5
El símbolo que representa es sobre la organización de los juegos olímpicos Londres 2012, muestra un logo que será la imagen del evento deportivo. Parece como si los números 2012 formaran un rompecabezas y se encuentran con cuatro colores llamativos.
El logo para simbolizar los juegos olímpicos, es muy abstracto al no representar una estrategia parecida con los juegos pasados. Me gusta el logotipo porque, tiene mucha creatividad y es un logo más sencillo que los anteriores. Para mí la imagen representa como un rompecabezas en donde todos podamos, llegar a formar un vínculo por un mismo propósito, la estrategia es dar a conocer un número y un lugar donde se representaran los juegos claro que con un poco de esfuerzo se notan los números.
Sin embargo creo que no es adecuado porque exige un poco de esfuerzo para poder entender su significado, debería tener más figuras o más símbolos llamativos. El problema es que para llegar a interpretarlo tiene un poco de dificultad ya que el símbolo tiene parecido a las letras Z, O, K y también a una R, la cual hace que de pronto te haga pensar que es una palabra.
ALIX YISETH LARRAHONDO RAMOS
11-5
La realidad más cruel
Un comentario a la imagen(1)
Esta imagen la relaciono con hechos destructivos que viven día a día nuestra comunidad, veo la cara de una persona desesperada; por la violencia, la soledad, la agonía, el dolor, y las ansias, porque desde hace muchos días no se ha alimentado, se ve que el tiempo ha pasado sobre ella dejando rastros de depresión inseparables, por enfrentarse ante la crueldad y humillaciones que a menudo nos toca asumir, ya que vivimos en un mundo donde a pesar que hay libertad de expresión y se dice que debe haber igualdad ante todos pues todos tenemos los mismos deberes y derechos. Unos cuantos que no están en un nivel social adecuado, son discriminados, nos olvidamos de ellos, de lo que les pertenecen y es entonces cuando nos encontramos ante una especie de sociedad inhumana, la cual nos da la espalda y en casos como estos nos miran por debajo del suelo.
Esta imagen la relaciono con todos los desplazados de nuestro país, hecho muy común que afrontamos hoy en día. Situación que no solo enfrentan adultos o personas mayores, sino con tristeza lo afronta el futuro de una nueva generación, futuro que cultivamos para una mejor sociedad, para un mejor mañana; y con desconsuelo vemos que se enfrentan a esta cruel realidad.
Ana María Valencia
Grado 11-07
Esta imagen la relaciono con hechos destructivos que viven día a día nuestra comunidad, veo la cara de una persona desesperada; por la violencia, la soledad, la agonía, el dolor, y las ansias, porque desde hace muchos días no se ha alimentado, se ve que el tiempo ha pasado sobre ella dejando rastros de depresión inseparables, por enfrentarse ante la crueldad y humillaciones que a menudo nos toca asumir, ya que vivimos en un mundo donde a pesar que hay libertad de expresión y se dice que debe haber igualdad ante todos pues todos tenemos los mismos deberes y derechos. Unos cuantos que no están en un nivel social adecuado, son discriminados, nos olvidamos de ellos, de lo que les pertenecen y es entonces cuando nos encontramos ante una especie de sociedad inhumana, la cual nos da la espalda y en casos como estos nos miran por debajo del suelo.
Esta imagen la relaciono con todos los desplazados de nuestro país, hecho muy común que afrontamos hoy en día. Situación que no solo enfrentan adultos o personas mayores, sino con tristeza lo afronta el futuro de una nueva generación, futuro que cultivamos para una mejor sociedad, para un mejor mañana; y con desconsuelo vemos que se enfrentan a esta cruel realidad.
Ana María Valencia
Grado 11-07
Un cuento de terror
El gran secreto de la oscuridad
Una cruel soledad me invadía, mi mente se tornaba llena de recuerdos, en mi alma penetraban sentimientos oscuros necesitaba curar mis heridas pero no por encima, quería sanar mi alma.
Fue en ese momento en el que tomé la decisión que marcaria mi vida de por vida, tomé mi teléfono, llamé a mi amiga Joan y le dije que si por favor podía venir a mi casa, sin importarme que estaba haciendo ella. Por un momento un silencio dubitativo irrumpió en nuestra conversación, Joan dejó caer la bocina y a lo lejos se escuchó un sollozar que se fue haciendo más intenso. Mi reacción fue tirar el teléfono y salir de inmediato a la casa de mi amiga, que quedaba a cinco cuadras de mi apartamento. Al llegar al lugar Joan estaba sentada en las escaleras de la entrada principal, su mirada se encontraba perdida, me acerqué a ella, el lugar se sentía muy frio. No presté atención al hombre que me observaba desde una pequeña ventana en el ático.
Mi amiga se levantó y me dio un fuerte abrazo el cual correspondí. Ya se acercaba la caída de la tarde y empezaba a oscurecer, le pedí a Joan que por favor entráramos a la casa a lo cual ella asintió con su cabeza, se me hizo extraño que no hubiese pronunciado palabra alguna, ya que ella era una joven muy comunicativa, se caracterizaba por ser muy conversadora. Al entrar a la casa mi amiga observaba todo el lugar con extrañez, no pregunté nada solo me limité a seguirla hasta su cuarto. Me dijo siéntate, cuando escuché su voz sentí que me quitaba un peso de encima, era una razón menos por la cual temer, Joan cerró la puerta, bajo las persianas y desconectó su teléfono, yo estaba sentada sobre su cama sin decir nada aun, el suspenso me invadía, no sabia que iba a pasar, llegaron a mi mente miles de ideas, por un momento creí que mi amiga iba a hacerme daño y tomaría venganza por lo sucedido hace unos años.
Mientras empezaba el verano, estábamos en la escuela y de un momento a otro las luces se apagaron, Joan le teme a la oscuridad, mis amigos y yo la tomamos de las manos y como todo estaba sombrío la llevamos al cuarto del conserje, allí se había creado una historia, la de una joven que lloraba, era un cuento popular de la escuela pero nadie hacia caso a este, bueno excepto mi amiga Joan.
Ese día la dejamos encerrada para que se diera cuenta que solo era una historia tonta y absurda, pero para sorpresa de todos, la reacción de Joan fue muy serena, al principio sus gritos nos ensordecían, pero luego su silencio nos extrañó, nos contó después de salir de su trance, que en ese lugar había un joven sentado de cuclillas, con su cabeza agachada y entre sus manos, Joan le preguntó, - ¿ le sucede algo?, lo puedo ayudar? Él levanto su cabeza, sus ojos estaban hinchados y enrojecidos, no habló pero Joan logro percibir en su mente un ronco susurrar que decía -eres tú, al fin, has venido.
El hombre dejo escapar de su pálido y débil rostro una hipócrita pero a la vez tierna sonrisa, Joan cuenta que el miedo se apoderó de ella, pero trató de tranquilizarse para no dejar ir la oportunidad de demostrarle a todos que la mujer que lloraba en el armario era más que un simple cuento de pasillo. No quitaba su mirada de aquel hombre, de nuevo ese susurro en la mente de Joan apareció y dijo: -¿sabes porque estás aquí? A lo que ella respondió: porque mis amigos me jugaron una cruel broma. El negó con su cabeza y dijo: -no, no es por eso, tu eres la única en la escuela que nunca ha dejado de creer que yo realmente existo, y me has permitido vivir en tu mente todos estos años, cuenta Joan que de un momento a otro no lo volvió a ver, la puerta del cuarto se abrió y Joan salió muy serena pero asombrada.
Bueno esta fue una de las ideas que llegó a mi mente en ese momento, pero realmente no creí a mi amiga capaz de hacerme daño, Joan fijó su mirada sobre mi, el pánico me paralizó, se acercó y me señaló una cofre viejo, dijo con voz muy suave: – ábrelo, me agaché y levanté la tapa, en su interior había una nota, el papel en el que estaba escrita se veía viejo y sucio con su rostro hizo una seña como indicando que la leyera. Se me escapó un profundo suspiro temía por lo que podía estar escrito en ese viejo pedazo de papel, me llené de valor y empecé a leer en el encabezado decía: "aunque te encuentres en el valle de la muerte y el dolor, no temas, aunque estés en el centro de la tempestad, no dudes”.
Bueno hasta ahora no había nada realmente temeroso, hice una pequeña pausa y mire a mi amiga, su intensa expresión de curiosidad me indujo a continuar con la lectura, en el segundo párrafo la letra estaba muy enredada como si a la pluma con la que estaban escribiendo se le fuese acabando la tinta, lo que alcancé a ver decía algo así: “tú tendrás que afrontar la realidad de tu vida, sea lo que sea así está escrito en el interminable libro del destino”, eso si ya está más fuerte, continúe descifrando lo escrito :”tu no tuviste la culpa de ese atroz hecho, pero las circunstancias así se dieron, desde este momento no volverás a sentirte sola”;
El resto del texto estaba escrito en otro idioma que no logré comprender. Joan parecía muy asustada, su mirada aunque fija sobre mí, se veía perdida y sin horizonte, me temblaban las piernas y tenía una incontrolable sudoración,. Mi amiga aun no decía nada, su silencio logró desesperarme, mi celular sonó y ambas no asustamos, pero Joan sonrió débilmente.. Contesté, era mi madre me dijo que me necesitaba en casa ya mismo, pero yo temía dejar a mi amiga sola. No sabía qué hacer estaba confundida por todo lo que había pasado en una sola tarde. Aún no le preguntaba a Joan quién era el hombre que estaba en el ático, no sabía cuál sería su reacción.
Mi madre siguió insistiendo a mi teléfono pero no contesté opté por apagarlo, Joan levantó su mirada y me dijo: -Alice para que me llamaste? Qué necesitabas? Al fin mi amiga rompía ese silencio absorbente, la miré y le respondí: -solo era para saludarte. Mentí para no hacer la conversación más extensa sobre un tema que realmente no importaba en ese memento, -oye Joan porque dejaste caer la bocina cuando estábamos hablando? Y que fue ese ruido intenso que se escuchó a lo lejos?, le pregunté. Joan se puso muy nerviosa entrelazaba sus manos y jugueteaba moviendo sus pies, sonrió y me dijo: -“era solo la televisión”, no creí del todo la respuesta de mi amiga pero no tenía más opción.
Percibí que no era el momento indicado para lanzar mi lluvia de preguntas, ella me pidió el favor de que me quedara esa noche acompañándola, lo dude por un momento, pero luego me pregunte a mi misma ¿soy tan mala amiga como para dejarla sola? No, tampoco a tal extremo por un lado está el miedo y por el otro la amistad, asentí con la cabeza, Joan dijo: -gracias prepararé algo de cenar.
Bajamos juntas hasta la cocina pero para sorpresa de nosotras una sombra pasó por en frente, quedamos paralizadas y sin respirar, mi reacción fue de pánico total, pero para mi sorpresa Joan soltó una fuerte carcajada y dijo: -no te preocupes no hay nada que temer estás conmigo- En ese momento yo no sabía que era peor si estar con ella, o estar en esa casa donde abundaban tantos misterios.
Su tranquilidad me extrañó, decidí encararla; tomé aire y le pregunté: –hay alguien más en esta casa?, digo aparte de nosotras?, Joan me miró de una manera chocante, por un momento pensé que estaba molesta, pero después me contesto: -es una larga historia, pero no te preocupes, esta noche te revelaré muchos de mis grandes secretos-
Estaba muy inquieta por su respuesta después de unos segundos la mire y dije: - vamos cuéntame, sabes que puedes confiar en mí. Sin más preámbulo Joan me dijo: - el final de la carta que tu leíste yo lo sé, o bueno mejor dicho lo logré descifrar con el pasar del tiempo y la verdad es que mi abuelito murió hace muchos años y desde entonces mi vida tomo un rumbo diferente, ya que mi abuelo prometió nunca abandonarme y sus últimas palabras antes de morir fueron: -en la oscuridad, encontrarás tu propia tranquilidad; palabras que nunca entendí, hasta que enfrente mis temores, en aquel verano.
Jessica Ortiz, Maríanella Peña , Ana María Valencia, Esperanza Rojas, Katherine Leal, Dayana Soto,Daniela Martínez, Mónica Jaramillo
Gradoi 11-07
Una cruel soledad me invadía, mi mente se tornaba llena de recuerdos, en mi alma penetraban sentimientos oscuros necesitaba curar mis heridas pero no por encima, quería sanar mi alma.
Fue en ese momento en el que tomé la decisión que marcaria mi vida de por vida, tomé mi teléfono, llamé a mi amiga Joan y le dije que si por favor podía venir a mi casa, sin importarme que estaba haciendo ella. Por un momento un silencio dubitativo irrumpió en nuestra conversación, Joan dejó caer la bocina y a lo lejos se escuchó un sollozar que se fue haciendo más intenso. Mi reacción fue tirar el teléfono y salir de inmediato a la casa de mi amiga, que quedaba a cinco cuadras de mi apartamento. Al llegar al lugar Joan estaba sentada en las escaleras de la entrada principal, su mirada se encontraba perdida, me acerqué a ella, el lugar se sentía muy frio. No presté atención al hombre que me observaba desde una pequeña ventana en el ático.
Mi amiga se levantó y me dio un fuerte abrazo el cual correspondí. Ya se acercaba la caída de la tarde y empezaba a oscurecer, le pedí a Joan que por favor entráramos a la casa a lo cual ella asintió con su cabeza, se me hizo extraño que no hubiese pronunciado palabra alguna, ya que ella era una joven muy comunicativa, se caracterizaba por ser muy conversadora. Al entrar a la casa mi amiga observaba todo el lugar con extrañez, no pregunté nada solo me limité a seguirla hasta su cuarto. Me dijo siéntate, cuando escuché su voz sentí que me quitaba un peso de encima, era una razón menos por la cual temer, Joan cerró la puerta, bajo las persianas y desconectó su teléfono, yo estaba sentada sobre su cama sin decir nada aun, el suspenso me invadía, no sabia que iba a pasar, llegaron a mi mente miles de ideas, por un momento creí que mi amiga iba a hacerme daño y tomaría venganza por lo sucedido hace unos años.
Mientras empezaba el verano, estábamos en la escuela y de un momento a otro las luces se apagaron, Joan le teme a la oscuridad, mis amigos y yo la tomamos de las manos y como todo estaba sombrío la llevamos al cuarto del conserje, allí se había creado una historia, la de una joven que lloraba, era un cuento popular de la escuela pero nadie hacia caso a este, bueno excepto mi amiga Joan.
Ese día la dejamos encerrada para que se diera cuenta que solo era una historia tonta y absurda, pero para sorpresa de todos, la reacción de Joan fue muy serena, al principio sus gritos nos ensordecían, pero luego su silencio nos extrañó, nos contó después de salir de su trance, que en ese lugar había un joven sentado de cuclillas, con su cabeza agachada y entre sus manos, Joan le preguntó, - ¿ le sucede algo?, lo puedo ayudar? Él levanto su cabeza, sus ojos estaban hinchados y enrojecidos, no habló pero Joan logro percibir en su mente un ronco susurrar que decía -eres tú, al fin, has venido.
El hombre dejo escapar de su pálido y débil rostro una hipócrita pero a la vez tierna sonrisa, Joan cuenta que el miedo se apoderó de ella, pero trató de tranquilizarse para no dejar ir la oportunidad de demostrarle a todos que la mujer que lloraba en el armario era más que un simple cuento de pasillo. No quitaba su mirada de aquel hombre, de nuevo ese susurro en la mente de Joan apareció y dijo: -¿sabes porque estás aquí? A lo que ella respondió: porque mis amigos me jugaron una cruel broma. El negó con su cabeza y dijo: -no, no es por eso, tu eres la única en la escuela que nunca ha dejado de creer que yo realmente existo, y me has permitido vivir en tu mente todos estos años, cuenta Joan que de un momento a otro no lo volvió a ver, la puerta del cuarto se abrió y Joan salió muy serena pero asombrada.
Bueno esta fue una de las ideas que llegó a mi mente en ese momento, pero realmente no creí a mi amiga capaz de hacerme daño, Joan fijó su mirada sobre mi, el pánico me paralizó, se acercó y me señaló una cofre viejo, dijo con voz muy suave: – ábrelo, me agaché y levanté la tapa, en su interior había una nota, el papel en el que estaba escrita se veía viejo y sucio con su rostro hizo una seña como indicando que la leyera. Se me escapó un profundo suspiro temía por lo que podía estar escrito en ese viejo pedazo de papel, me llené de valor y empecé a leer en el encabezado decía: "aunque te encuentres en el valle de la muerte y el dolor, no temas, aunque estés en el centro de la tempestad, no dudes”.
Bueno hasta ahora no había nada realmente temeroso, hice una pequeña pausa y mire a mi amiga, su intensa expresión de curiosidad me indujo a continuar con la lectura, en el segundo párrafo la letra estaba muy enredada como si a la pluma con la que estaban escribiendo se le fuese acabando la tinta, lo que alcancé a ver decía algo así: “tú tendrás que afrontar la realidad de tu vida, sea lo que sea así está escrito en el interminable libro del destino”, eso si ya está más fuerte, continúe descifrando lo escrito :”tu no tuviste la culpa de ese atroz hecho, pero las circunstancias así se dieron, desde este momento no volverás a sentirte sola”;
El resto del texto estaba escrito en otro idioma que no logré comprender. Joan parecía muy asustada, su mirada aunque fija sobre mí, se veía perdida y sin horizonte, me temblaban las piernas y tenía una incontrolable sudoración,. Mi amiga aun no decía nada, su silencio logró desesperarme, mi celular sonó y ambas no asustamos, pero Joan sonrió débilmente.. Contesté, era mi madre me dijo que me necesitaba en casa ya mismo, pero yo temía dejar a mi amiga sola. No sabía qué hacer estaba confundida por todo lo que había pasado en una sola tarde. Aún no le preguntaba a Joan quién era el hombre que estaba en el ático, no sabía cuál sería su reacción.
Mi madre siguió insistiendo a mi teléfono pero no contesté opté por apagarlo, Joan levantó su mirada y me dijo: -Alice para que me llamaste? Qué necesitabas? Al fin mi amiga rompía ese silencio absorbente, la miré y le respondí: -solo era para saludarte. Mentí para no hacer la conversación más extensa sobre un tema que realmente no importaba en ese memento, -oye Joan porque dejaste caer la bocina cuando estábamos hablando? Y que fue ese ruido intenso que se escuchó a lo lejos?, le pregunté. Joan se puso muy nerviosa entrelazaba sus manos y jugueteaba moviendo sus pies, sonrió y me dijo: -“era solo la televisión”, no creí del todo la respuesta de mi amiga pero no tenía más opción.
Percibí que no era el momento indicado para lanzar mi lluvia de preguntas, ella me pidió el favor de que me quedara esa noche acompañándola, lo dude por un momento, pero luego me pregunte a mi misma ¿soy tan mala amiga como para dejarla sola? No, tampoco a tal extremo por un lado está el miedo y por el otro la amistad, asentí con la cabeza, Joan dijo: -gracias prepararé algo de cenar.
Bajamos juntas hasta la cocina pero para sorpresa de nosotras una sombra pasó por en frente, quedamos paralizadas y sin respirar, mi reacción fue de pánico total, pero para mi sorpresa Joan soltó una fuerte carcajada y dijo: -no te preocupes no hay nada que temer estás conmigo- En ese momento yo no sabía que era peor si estar con ella, o estar en esa casa donde abundaban tantos misterios.
Su tranquilidad me extrañó, decidí encararla; tomé aire y le pregunté: –hay alguien más en esta casa?, digo aparte de nosotras?, Joan me miró de una manera chocante, por un momento pensé que estaba molesta, pero después me contesto: -es una larga historia, pero no te preocupes, esta noche te revelaré muchos de mis grandes secretos-
Estaba muy inquieta por su respuesta después de unos segundos la mire y dije: - vamos cuéntame, sabes que puedes confiar en mí. Sin más preámbulo Joan me dijo: - el final de la carta que tu leíste yo lo sé, o bueno mejor dicho lo logré descifrar con el pasar del tiempo y la verdad es que mi abuelito murió hace muchos años y desde entonces mi vida tomo un rumbo diferente, ya que mi abuelo prometió nunca abandonarme y sus últimas palabras antes de morir fueron: -en la oscuridad, encontrarás tu propia tranquilidad; palabras que nunca entendí, hasta que enfrente mis temores, en aquel verano.
Jessica Ortiz, Maríanella Peña , Ana María Valencia, Esperanza Rojas, Katherine Leal, Dayana Soto,Daniela Martínez, Mónica Jaramillo
Gradoi 11-07
¿Cómo escriben los estudiantes de grado11?
Hola queridos estudiantes:
Si quieren encontrar respuestas a la anterior pregunta, que aparece como título de este mensaje, deben leer detenidamente los cuentos y comentarios escogidos y que aparecen en el blog.
Es posible que cada texto es producto de una planeación por parte de su autor.Es decir, que antes de escribirlo escogió, organizó y revisó las ideas de manera que podamos reconocer un estilo muy personal de contar y comentar.
Como lectores debemos prepararnos para identificar dificultades de forma y contenido;también para valorar las ideas y opiniones ajenas con argumentos que convenzan a los autores de los textos.
Ahora los invito a que lean y comenten de manera clara y precisa sin errores de ortografía, marcando tildes.
Si quieren encontrar respuestas a la anterior pregunta, que aparece como título de este mensaje, deben leer detenidamente los cuentos y comentarios escogidos y que aparecen en el blog.
Es posible que cada texto es producto de una planeación por parte de su autor.Es decir, que antes de escribirlo escogió, organizó y revisó las ideas de manera que podamos reconocer un estilo muy personal de contar y comentar.
Como lectores debemos prepararnos para identificar dificultades de forma y contenido;también para valorar las ideas y opiniones ajenas con argumentos que convenzan a los autores de los textos.
Ahora los invito a que lean y comenten de manera clara y precisa sin errores de ortografía, marcando tildes.
miércoles, 9 de diciembre de 2009
y ¿qué dice este símbolo?

Hola queridos estudiantes:
Aquí les presento una nueva imagen. Esta vez es un símbolo que apenas se está conociendo a nivel mundial.Es una forma de representar un evento que ha despertado muchas polémicas entre los diseñadores gráficos.
Seguramente por conocimientos previos y observando detenidamente podràs identificarlo,con otros detalles más.
Planea entonces un texto que hable sobre:
Lo que sabes sobre el símbolo describiendo aquellos elementos que te permitieron construir un significado concreto.
Además trata de evaluar el estilo teniendo en cuentas los siguientes interrogantes: ¿crees que está bien diseñado, por qué?; ¿cuál es la estrategia de diseño utilizada? es adecuada para representar el evento? ¿crees que el diseño tiene algún problema que no permite interpretarlo?¿cuál es?
Recuerda que tu texto debe estar completo(título, introducción, desarrollo y conclusión). Llévalo a la clase, para leerlo y evaluarlo. Los mejores aparecerán en el blog.
miércoles, 2 de diciembre de 2009
¿Qué significado te comunica esta imagen?

Hola amigos:
Observen la imagen y traten de leerla e interpretarla; relaciónenla con situaciones personales, ajenas o simplemente recurran a su imaginación y creatividad; organicen sus ideas y escriban un texto donde describan lo que es y lo que puede significar para ustedes esta imagen.
Escriban el texto y traínganlo a la clase para que lo compartan con los compañeros los mejores serán colgados en el blog.
lunes, 2 de noviembre de 2009
http://www.7calderosmagicos.com.ar/Sala%20de%20Lectura/Informes/litterror/terrorlit.htm
"El género de terror en la literatura"
Su definición, aunque aparentemente fácil, es mucho más complicada de lo que parece. El terror poco tiene que ver con las imágenes que podemos encontrar en el noticiero. Ni debe confundirse con el miedo, que por ejemplo sentimos cuando por ejemplo, un perro nos amenaza con sus fauces abiertas; el miedo es una de las muchas sensaciones con las que se encuentra estrechamente relacionado. Según Sigmund Freud, lo siniestro, lo pavoroso, surge de los miedos que todo individuo oculta a sí mismo y a los demás. El terror surge en el individuo cuando este se encuentra cara a cara con sus propios miedos.
En sus primeras manifestaciones, el relato de terror se encuentra ligado al relato fantástico. Localizado en ambientes y empleando recursos inspirados en la Edad Media, muertos que despiertan de su tumba, tentaciones del diablo, las torturas de la Santa Inquisición, etc. son los temas más tratados en este tipo de narraciones que circulaban a través de la denominada tradición oral.
A partir de la revolución científica, producida durante el Siglo XVIII, este tipo de relatos comienza a centrarse en vertientes desconocidas de la recién descubierta física moderna. La tecnología, sus posibles alcances, la incertidumbre que estos avances generan son la fuente de inspiración en esta época.
Sin embargo, el Siglo XIX, representa el período más prolífico en lo que se refiere a obras breves fantástica y de terror.
En esta etapa, podemos diferenciar dos estilos de cuentos de terror:
a. La “Ghost Story Inglesa” en estas narraciones el elemento terrorífico principal radica en la presencia de un fantasma. Se trata de relatos derivados de la novela gótica, que conservan su ambiente cerrado y oscuro. Este tipo de historias, si bien resultó muy popular, en muchos casos también resultó el de menos calidad literaria y el de menos originalidad argumental. Los autores más importantes que consiguieron llevarlo hasta las cimas del éxito, fueron J. Sheridan Le Fanu y M. R. James, entre otros.
b. Los cuentos “centrados en el hombre, sus miedos y obsesiones” cuyo máximo exponente Guy de Maupassant, logró como pocos sumergirse en la debilidad de la mente humana, la fragilidad de la racionalidad y las consecuencias de su pérdida.
Los relatos de Edgar Allan Poe caracterizados por una excepcional calidad de temas tratados, recursos utilizados y obras creadas, constituyen un capítulo a parte dentro del género.
En su obra se conjugan textos que poseen “altas influencias románticas” ya se trate de cuentos en que se narran relaciones amorosas con cierto aspecto tormentoso e incluso terrorífico con otros que se centran en la parte morbosa de la muerte, la corrupción, la putrefacción y relatos que desarrollan sus argumentos de una forma extremadamente atroz y lo alejan de la corriente romántica
A lo largo del Siglo XX, se produjo una verdadera transformación, una escisión.
Por un lado, aquello que en un principio fue el terror llevado a su máxima expresión, sin ningún tipo de intento de explicación lógica ni sobrenatural, dio paso al relato materialista de terror, con narraciones centradas en especies de universos desconocidos y oscuros donde el mal en su estado puro hacía terribles intervenciones en el mundo de los hombres para extender su dominio y apoderarse de todo. En el marco de estos relatos, iniciados por Machen y llevados a la perfección por Lovecraft, surgieron extraños monstruos que habitan en las inhóspitas profundidades del mundo de los hombres y que ejercen poderes malignos mediante brujas y otros personajes demoníacos que corrompen a los hombres.
Por otro, la fantasía, que sin fines terroríficos, alcanzó su máxima expresión, dando lugar a la literatura fantástica de ciencia ficción. El camino iniciado por J. Verne fue desarrollada por H. G. Wells y más tarde por J. R. R. Tolkien. Se trata de la literatura centrada en viajes fantásticos, fenómenos increíbles y puede llegar a crear un mundo fantástico habitado por extraños seres distintos de los hombres.
Y cómo de terror se trata… te invitamos a visitar nuestra bibliografía del género en la página, conocer algunos autores, leer algunas de sus obras y sufrir al máximo
"El género de terror en la literatura"
Su definición, aunque aparentemente fácil, es mucho más complicada de lo que parece. El terror poco tiene que ver con las imágenes que podemos encontrar en el noticiero. Ni debe confundirse con el miedo, que por ejemplo sentimos cuando por ejemplo, un perro nos amenaza con sus fauces abiertas; el miedo es una de las muchas sensaciones con las que se encuentra estrechamente relacionado. Según Sigmund Freud, lo siniestro, lo pavoroso, surge de los miedos que todo individuo oculta a sí mismo y a los demás. El terror surge en el individuo cuando este se encuentra cara a cara con sus propios miedos.
En sus primeras manifestaciones, el relato de terror se encuentra ligado al relato fantástico. Localizado en ambientes y empleando recursos inspirados en la Edad Media, muertos que despiertan de su tumba, tentaciones del diablo, las torturas de la Santa Inquisición, etc. son los temas más tratados en este tipo de narraciones que circulaban a través de la denominada tradición oral.
A partir de la revolución científica, producida durante el Siglo XVIII, este tipo de relatos comienza a centrarse en vertientes desconocidas de la recién descubierta física moderna. La tecnología, sus posibles alcances, la incertidumbre que estos avances generan son la fuente de inspiración en esta época.
Sin embargo, el Siglo XIX, representa el período más prolífico en lo que se refiere a obras breves fantástica y de terror.
En esta etapa, podemos diferenciar dos estilos de cuentos de terror:
a. La “Ghost Story Inglesa” en estas narraciones el elemento terrorífico principal radica en la presencia de un fantasma. Se trata de relatos derivados de la novela gótica, que conservan su ambiente cerrado y oscuro. Este tipo de historias, si bien resultó muy popular, en muchos casos también resultó el de menos calidad literaria y el de menos originalidad argumental. Los autores más importantes que consiguieron llevarlo hasta las cimas del éxito, fueron J. Sheridan Le Fanu y M. R. James, entre otros.
b. Los cuentos “centrados en el hombre, sus miedos y obsesiones” cuyo máximo exponente Guy de Maupassant, logró como pocos sumergirse en la debilidad de la mente humana, la fragilidad de la racionalidad y las consecuencias de su pérdida.
Los relatos de Edgar Allan Poe caracterizados por una excepcional calidad de temas tratados, recursos utilizados y obras creadas, constituyen un capítulo a parte dentro del género.
En su obra se conjugan textos que poseen “altas influencias románticas” ya se trate de cuentos en que se narran relaciones amorosas con cierto aspecto tormentoso e incluso terrorífico con otros que se centran en la parte morbosa de la muerte, la corrupción, la putrefacción y relatos que desarrollan sus argumentos de una forma extremadamente atroz y lo alejan de la corriente romántica
A lo largo del Siglo XX, se produjo una verdadera transformación, una escisión.
Por un lado, aquello que en un principio fue el terror llevado a su máxima expresión, sin ningún tipo de intento de explicación lógica ni sobrenatural, dio paso al relato materialista de terror, con narraciones centradas en especies de universos desconocidos y oscuros donde el mal en su estado puro hacía terribles intervenciones en el mundo de los hombres para extender su dominio y apoderarse de todo. En el marco de estos relatos, iniciados por Machen y llevados a la perfección por Lovecraft, surgieron extraños monstruos que habitan en las inhóspitas profundidades del mundo de los hombres y que ejercen poderes malignos mediante brujas y otros personajes demoníacos que corrompen a los hombres.
Por otro, la fantasía, que sin fines terroríficos, alcanzó su máxima expresión, dando lugar a la literatura fantástica de ciencia ficción. El camino iniciado por J. Verne fue desarrollada por H. G. Wells y más tarde por J. R. R. Tolkien. Se trata de la literatura centrada en viajes fantásticos, fenómenos increíbles y puede llegar a crear un mundo fantástico habitado por extraños seres distintos de los hombres.
Y cómo de terror se trata… te invitamos a visitar nuestra bibliografía del género en la página, conocer algunos autores, leer algunas de sus obras y sufrir al máximo
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/henry/pendulo.htm
El péndulo
[Cuento. Texto completo]
O. Henry
-Calle Ochenta y Uno... Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.
Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.
John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.
Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con manteca.
Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato le quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón ... y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.
John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:
-Bueno... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?
-Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.
En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.
Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.
En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.
Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:
Querido John:
Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.
Presurosamente,
KATY
Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.
Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorito yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.
John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.
John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.
No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.
John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privada de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado... u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?
“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”
Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.
Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?
La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.
-¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.
Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.
John Perkins miró a su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.
-Vamos... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.
-Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.
FIN
El péndulo
[Cuento. Texto completo]
O. Henry
-Calle Ochenta y Uno... Dejen bajar, por favor -gritó el pastor de azul.
Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.
John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.
Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con manteca.
Se quitaría el saco, se sentaría sobre un viejo sofá y leería en el vespertino crónicas sobre los rusos y los japoneses asesinados por la mortífera linotipo. La cena comprendería un asado, una ensalada condimentada con un aderezo que se garantizaba no agrietaba ni dañaba el cuero, guiso de ruibarbo y el frasco con mermelada de fresas que se sonrojaba ante el certificado de pureza química que ostentaba su rótulo. Después de la cena, Katy le mostraría el nuevo añadido al cobertor de retazos multicolores que le había regalado el repartidor de hielo, arrancándolo de la manta de su coche. A las siete y media ambos extenderían periódicos sobre los muebles para recoger los fragmentos de yeso que caían cuando el gordo del departamento de arriba iniciaba sus ejercicios de cultura física. A las ocho en punto, Hickey y Mooney, los integrantes de la pareja de varietés (sin contrato) que vivían del otro lado del pasillo, se rendirían a la dulce influencia del delírium trémens y empezarían a derribar sillas, con el espejismo de que Hammerstein los perseguía con un contrato le quinientos dólares semanales. Luego, el caballero que se sentaba junto a la ventana, del otro lado de la escalera, sacaría a relucir su flauta; el escape de gas nocturno huiría para hacer sus travesuras en los caminos; el ascensor se saldría de su cable; el conserje volvería a llevar a los cinco hijos de la señora Janowitski a través del Yalu; la dama de los zapatos color champaña y del terrier Skye bajaría a tropezones la escalera y pegaría su nombre del jueves sobre su timbre y su buzón ... y la rutina nocturna de los departamentos Frogmore se pondría en marcha nuevamente.
John Perkins sabía que esas cosas sucederían. Y también sabía que a las ocho y cuarto apelaría a su coraje y tendería la mano hacia su sombrero, y su esposa le diría, con tono quejumbroso:
-Bueno... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse?
-Creo que le haré una visita al café de MacCloskey -contestaría él-. Y que jugaré un par de partiditas de billar con los muchachos.
En los últimos tiempos, ésa era la costumbre de John Perkins. Volvía a las diez o a las once. A veces, Katy dormía; a veces, lo esperaba, pronta a seguir fundiendo en el crisol de su ira el baño de oro de las labradas cadenas de acero del matrimonio. Por esas cosas, Cupido habrá de responder cuando comparezca ante el sitial de la justicia con sus víctimas de los departamentos Frogmore.
Esa noche, al llegar a su puerta, John Perkins se encontró con un tremendo cambio en la rutina diaria. Ninguna Katy lo esperaba allí con su afectuoso beso de repostería.
En las tres habitaciones parecía reinar un prodigioso desorden. Por todas partes se veían dispersas las cosas de Katy. Zapatos en el centro de la alcoba, tenacillas de rizar, cintas para el cabello, kimonos, una polvera, todo tirado en franco caos sobre el tocador y las sillas... Aquello no era propio de Katy. Con el corazón oprimido, John vio el peine, con una enroscada nube de cabellos castaños de Katy entre los dientes. Una insólita prisa y nerviosidad debía haber hostigado a su mujer, porque Katy depositaba siempre cuidadosamente aquellos rastros de su peinado en el pequeño jarrón azul de la repisa de la chimenea, para formar algún día el codiciado “postizo” femenino.
Del pico de gas pendía en forma visible un papel doblado. John lo desprendió. Era una carta de su esposa, con estas palabras:
Querido John:
Acabo de recibir un telegrama en que me dicen que mamá está enferma de cuidado. Voy a tomar el tren de las 4.30. Mi hermano Sam me esperará en la estación de destino. En la heladera hay carnero frío. Confío en que no será nuevamente su angina. Págale cincuenta centavos al lechero. Mamá tuvo una seria angina en la primavera última. No te olvides de escribirle a la compañía sobre el medidor del gas y tus medias buenas están en la gaveta de arriba. Te escribiré mañana.
Presurosamente,
KATY
Durante sus dos años de matrimonio, Katy y él no se habían separado una sola noche. John releyó varias veces la carta, estupefacto. Aquello destruía una rutina invariable y lo dejaba aturdido.
Allí, sobre el respaldo de la silla, colgaba, patéticamente vacía e informe, la bata roja de lunares negros que ella usaba siempre al preparar la comida. En su prisa, Katy había tirado su ropa por aquí y por allá. Una bolsita de papel de su azúcar con mantequilla favorito yacía con su bramante aun sin desatar. En el suelo estaba desplegado un periódico, bostezando rectangularmente desde el agujero donde recortaran un horario de trenes. Todo lo existente en la habitación hablaba de una pérdida, de una esencia desaparecida, de un alma y vida que se habían esfumado. John Perkins estaba parado entre esos restos sin vida y sentía una extraña desolación.
John comenzó a poner el mayor orden posible en las habitaciones. Cuando tocó los vestidos de Katy, experimentó algo así como un escalofrío de terror. Nunca había pensado en lo que sería la vida sin Katy. Su mujer se había adherido tan indisolublemente a su existencia que era como el aire que respiraba: necesaria pero casi inadvertida. Ahora, sin aviso previo, se había marchado, desaparecido; estaba tan ausente como si nunca hubiese existido. Desde luego, esto sólo duraría unos días, a lo sumo una semana o dos, pero a John le pareció que la mano misma de la muerte había apuntado un dedo hacia su seguro y apacible hogar.
John extrajo el trozo de carnero frío de la heladera, preparó el café y se sentó a cenar solo, frente al desvergonzado certificado de pureza de la mermelada de fresas. Entre las provisiones que sacara, aparecieron los fantasmas de unas carnes asadas y la ensalada con mostaza. Su hogar estaba desmantelado. Una suegra con angina había hecho saltar por los aires sus lares y penates. Después de su solitaria cena, John Perkins se sentó junto a una ventana.
No tenía ganas de fumar. Fuera, la ciudad bramaba invitándolo a plegarse a su danza de locura y placer. La noche estaba a su disposición. Podía andar por ahí sin que le hicieran preguntas y pulsar las cuerdas de la parranda con tanta libertad como cualquier soltero. Podía divertirse y vagabundear y corretear por ahí hasta el alba si se le antojaba: y no lo esperaría ninguna airada Katy, con el cáliz que contenía las heces de su alegría. Si quería, podía jugar al billar en el café de McCloskey con sus jactanciosos amigos hasta que la aurora empacara las luces eléctricas. El yugo del himeneo, que lo doblegara siempre en los departamentos Frogmore, se haría relajado. Katy no estaba.
John Perkins no estaba habituado a analizar sus sentimientos. Pero ahora, sentado en su sala de recibo de 3 X 4, privada de la presencia de Katy, acertó inequívocamente con la clave de su desconsuelo. Ahora sabía que Katy era necesaria para su felicidad. Los sentimientos que le inspiraba su mujer, adormecidos hasta la inconsciencia por el monótono carrusel de la vida doméstica, habían sido conmovidos violentamente por la pérdida de su presencia. ¿Acaso no nos han inculcado el proverbio, el sermón y la fábula la idea de que nunca apreciamos la música hasta que el pájaro de la dulce voz ha volado... u otras manifestaciones no menos floridas y auténticas?
“Me porto con Katy de una manera pérfida -meditó Perkins-. Todas las noches me voy a jugar al billar y a perder el tiempo con los muchachos, en vez de quedarme en casa con ella. ¡La pobre está aquí sola y aburrida, y yo obro así! John Perkins, eres un cochino. Tengo que compensarle a Katy todo el mal que le he hecho. La llevaré de paseo para que se divierta un poco. Y doy por terminadas mis relaciones con la pandilla del McCloskey desde este mismo momento.”
Sí; fuera, la ciudad bramaba, llamándolo a bailar en el séquito de Momo. Y en el café de McCloskey, los muchachos hacían caer las bolas de billar en las troneras, matando el tiempo hasta la partida de casino de la noche. Pero ninguna carambola elegante y ningún chasquido de taco podían regocijar el alma henchida de remordimientos de Perkins, el abandonado. Aquello que era suyo, aquello que asía con mano poco firme y desdeñaba a medias, le había sido arrebatado y él lo quería. Perkins, el de los remordimientos, podía rastrear su genealogía remontándose hasta un hombre llamado Adán, a quien el querubín desalojara del jardín.
Al alcance de la mano derecha de John Perkins, había una silla. Sobre su respaldo pendía una blusa de Katy, que conservaba todavía algo de su contorno. En el centro de sus mangas, se veían las finas arrugas causadas por los movimientos de sus brazos al trabajar por la comodidad y el placer de su marido. Brotaba de la blusa una delicada pero dominadora fragancia a camándulas. John la tomó y miró larga y seriamente la silenciosa tela. Katy nunca había dejado de responderle. Las lágrimas, sí, las lágrimas asomaron a los ojos de John Perkins. Cuando Katy volviera, las cosas cambiarían. Él la compensaría por todo su abandono. ¿Qué era la vida sin ella?
La puerta se abrió y Katy entró con una pequeña maleta. John la miró, estúpidamente.
-¡Caramba! -dijo Katy-. Me alegro de haber vuelto. La enfermedad de mamá carecía de importancia. Sam me esperaba en la estación y dijo que aquello sólo había sido un leve acceso y que mamá se había repuesto a poco de telegrafiarme él. De modo que tomé el primer tren de regreso. Me estoy muriendo por una taza de café.
Nadie oyó el rechinar de los engranajes cuando el número 3 de los departamentos Frogmore volvió al debido Orden de Cosas. Se deslizó una polea, tocaron un resorte, regularon una palanca y los engranajes recomenzaron a girar en su vieja órbita.
John Perkins miró a su reloj. Eran las 8:15. Tendió la mano hacia su sombrero y se encaminó hacia la puerta.
-Vamos... ¿Adónde vas, John Perkins, puede saberse? -preguntó Katy, con tono quejumbroso.
-Creo que haré una escapada al café de McCloskey a jugar unas partiditas con los muchachos -dijo John.
FIN
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/wilde/pluma.htm
Pluma, lápiz y veneno
[Cuento. Texto completo]
Oscar Wilde
Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad.
FIN
Pluma, lápiz y veneno
[Cuento. Texto completo]
Oscar Wilde
Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad.
FIN
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/steven/rls.htm
Markheim
[Cuento. Texto completo]
Robert Louis Stevenson
-Sí -dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.
A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo.
-De acuerdo, señor -dijo el anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama -continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.
El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.
-Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.
-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no?
Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.
-¿Y usted me pregunta por qué no? -dijo-. Basta con que mire aquí..., mírese en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta... ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.
-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor -dijo el anticuario.
-Le pido -replicó Markheim- un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo.
El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.
-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.
-¿No es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?
-Voy a decirle lo que es en realidad -empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama.
-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.
-Yo -exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo?
-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos !
-Sólo tengo una cosa que decirle -respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!
-Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.
El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar el espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.
-Esto, quizá, resulte adecuado -hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un rebaño de trapos.
El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido.
De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental para el asesino.
Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas -una tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres.
El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Ámsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd.
El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa.
Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.
A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?
Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante.
Aquello era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.
Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.
Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más leve rastro.
Con esto, después de apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la puerta de par en par.
La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.
En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia.
Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.
Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió.
El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.
-¿Me llamaba? -preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.
Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de Dios.
Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de extraordinario.
Markheim no contestó.
-Debo advertirle -continuó el otro- que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de vuelta. Si el señor Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias.
-¿Me conoce usted? -exclamó el asesino.
El visitante sonrió.
-Hace mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con frecuencia.
-¿Quién es usted? -exclamó Markheim-: ¿el Demonio?
-Lo que yo pueda ser -replicó el otro- no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.
-¡Sí que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no!
-Le conozco -replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.
-¡Me conoce! -exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control..., si se les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy.
-¿Ante mí? -preguntó el visitante.
-Sobre todo ante usted -replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mí con caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo?
-Se expresa usted con mucho sentimiento -fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero?
-¿A qué precio? -preguntó Markheim.
-Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro.
Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.
-No -dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal.
-No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte -hizo notar el visitante.
-¡Porque no cree usted en su eficacia! -exclamó Markheim.
-No diría yo eso -respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de esperanza.
-Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente misma del bien?
-El asesinato no constituye para mí una categoría especial -replicó el otro-. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim.
-Voy a abrirle mi corazón -contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi destino.
-Va usted a usar el dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado, ¿no ha perdido usted allí anteriormente varios miles?
-Sí -dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura.
-También perderá esta vez -replicó, calmosamente, el visitante.
-¡Me guardaré la mitad! -exclamó Markheim.
-También la perderá -dijo el otro.
La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.
-Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos.
Pero el visitante alzó un dedo.
-Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo.
-Es verdad -dijo Markheim con voz ronca- que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a lo que les rodea.
-Voy a hacerle una pregunta muy simple -dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?
-¿En algún aspecto particular? -repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No -añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo.
-Entonces -dijo el visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.
Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.
-Siendo ésa la situación -dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?
-¿Y la gracia? -exclamó Markheim.
-¿No lo ha intentado ya? -replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza?
-Es cierto -dijo Markheim-; y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.
En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.
-¡La criada! -exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!
Markheim miró fijamente a su consejero.
-Si estoy condenado a hacer el mal -dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.
Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental... el escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en impaciente clamor.
Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.
-Será mejor que avise a la policía -dijo-: he matado a su señor.
FIN
Bournemouth, 1884
Markheim
[Cuento. Texto completo]
Robert Louis Stevenson
-Sí -dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.
A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo.
-De acuerdo, señor -dijo el anticuario-, como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una dama -continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.
El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.
-Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.
-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no?
Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.
-¿Y usted me pregunta por qué no? -dijo-. Basta con que mire aquí..., mírese en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta... ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.
-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor -dijo el anticuario.
-Le pido -replicó Markheim- un regalo de Navidad y me da usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto? Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo.
El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.
-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.
-¿No es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?
-Voy a decirle lo que es en realidad -empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama.
-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.
-Yo -exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el espejo?
-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que lleguemos a ser amigos !
-Sólo tengo una cosa que decirle -respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!
-Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.
El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar el espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.
-Esto, quizá, resulte adecuado -hizo notar el anticuario; y mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el suelo como un rebaño de trapos.
El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido.
De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental para el asesino.
Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los ritmos y las voces más variadas -una tan profunda como la campana de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-, los relojes empezaron a dar las tres.
El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Ámsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el negro ataúd.
El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa.
Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.
A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?
Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante.
Aquello era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.
Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.
Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen, contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más leve rastro.
Con esto, después de apartar de sí aquellas consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la puerta de par en par.
La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.
En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores) cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar justicia.
Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.
Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se abrió.
El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.
-¿Me llamaba? -preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.
Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de Dios.
Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un tono cortés que nada tenía de extraordinario.
Markheim no contestó.
-Debo advertirle -continuó el otro- que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de vuelta. Si el señor Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias.
-¿Me conoce usted? -exclamó el asesino.
El visitante sonrió.
-Hace mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con frecuencia.
-¿Quién es usted? -exclamó Markheim-: ¿el Demonio?
-Lo que yo pueda ser -replicó el otro- no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.
-¡Sí que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios, todavía no!
-Le conozco -replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.
-¡Me conoce! -exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control..., si se les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme tal como soy.
-¿Ante mí? -preguntó el visitante.
-Sobre todo ante usted -replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mí con caracteres muy precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere serlo?
-Se expresa usted con mucho sentimiento -fue la respuesta-, pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero?
-¿A qué precio? -preguntó Markheim.
-Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro.
Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.
-No -dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no haré nada que me ligue voluntariamente al mal.
-No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte -hizo notar el visitante.
-¡Porque no cree usted en su eficacia! -exclamó Markheim.
-No diría yo eso -respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de esperanza.
-Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío que seca por completo la fuente misma del bien?
-El asesinato no constituye para mí una categoría especial -replicó el otro-. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim.
-Voy a abrirle mi corazón -contestó Markheim-. Este crimen en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una vez más cuál es mi destino.
-Va usted a usar el dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no estoy equivocado, ¿no ha perdido usted allí anteriormente varios miles?
-Sí -dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura.
-También perderá esta vez -replicó, calmosamente, el visitante.
-¡Me guardaré la mitad! -exclamó Markheim.
-También la perderá -dijo el otro.
La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.
-Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones. No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos.
Pero el visitante alzó un dedo.
-Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo.
-Es verdad -dijo Markheim con voz ronca- que en cierta manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a lo que les rodea.
-Voy a hacerle una pregunta muy simple -dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?
-¿En algún aspecto particular? -repitió Markheim, sumido en angustiosa consideración-. No -añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he ido dejando arrastrar en todo.
-Entonces -dijo el visitante-, confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.
Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.
-Siendo ésa la situación -dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?
-¿Y la gracia? -exclamó Markheim.
-¿No lo ha intentado ya? -replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos con más fuerza?
-Es cierto -dijo Markheim-; y veo con claridad en qué consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.
En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.
-¡La criada! -exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!
Markheim miró fijamente a su consejero.
-Si estoy condenado a hacer el mal -dijo-, todavía tengo una salida hacia la libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.
Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental... el escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en impaciente clamor.
Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.
-Será mejor que avise a la policía -dijo-: he matado a su señor.
FIN
Bournemouth, 1884
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/london/ley.htm
La ley de la vida
[Cuento. Texto completo]
Jack London
El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.
-¿Estás bien? - le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
-Sí, ya nieva.
-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...
-¿Por qué me aferro a la vida? - se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.
La ley de la vida
[Cuento. Texto completo]
Jack London
El viejo Koskoosh escuchaba ávidamente. Aunque no veía desde hacía mucho tiempo, aún tenía el oído muy fino, y el más ligero rumor penetraba hasta la inteligencia, despierta todavía, que se alojaba tras su arrugada frente, pese a que ya no la aplicara a las cosas del mundo. ¡Ah! Aquélla era Sit-cum-to-ha, que estaba riñendo con voz aguda a los perros mientras les ponía las correas entre puñetazos y puntapiés. Sit-cum-to-ha era la hija de su hija. En aquel momento estaba demasiado atareada para pensar en su achacoso abuelo, aquel viejo sentado en la nieve, solitario y desvalido. Había que levantar el campamento. El largo camino los esperaba y el breve día moría rápidamente. Ella escuchaba la llamada de la vida y la voz del deber, y no oía la de la muerte. Pero él tenía ya a la muerte muy cerca.
Este pensamiento despertó un pánico momentáneo en el anciano. Su mano paralizada vagó temblorosa sobre el pequeño montón de leña seca que había a su lado. Tranquilizado al comprobar que seguía allí, ocultó de nuevo la mano en el refugio que le ofrecían sus raídas pieles y otra vez aguzó el oído. El tétrico crujido de las pieles medio heladas le dijo que habían recogido ya la tienda de piel de alce del jefe y que entonces la estaban doblando y apretando para colocarla en los trineos.
El jefe era su hijo, joven membrudo, fuerte y gran cazador. Las mujeres recogían activamente las cosas del campamento, pero el jefe las reprendió a grandes voces por su lentitud. El viejo Koskoosh prestó atento oído. Era la última vez que oiría aquella voz. ¡La que se recogía ahora era la tienda de Geehow! Luego se desmontó la de Tusken. Siete, ocho, nueve... Sólo debía de quedar en pie la del chaman. Al fin, también la recogieron. Oyó gruñir al chaman mientras la colocaba en su trineo. Un niño lloriqueaba y una mujer lo arrulló con voz tierna y gutural. Era el pequeño Koo-tee, una criatura insoportable y enfermiza. Sin duda, moriría pronto, y entonces encenderían una hoguera para abrir un agujero en la tundra helada y amontonarían piedras sobre la tumba, para evitar que los carcayús desenterrasen el pequeño cadáver. Pero, ¿qué importaban, al fin y al cabo, unos cuantos años de vida más, algunos con el estómago lleno, y otros tantos con el estómago vacío? Y al final esperaba la Muerte, más hambrienta que todos.
¿Qué ruido era aquél? ¡Ah, sí! Los hombres ataban los trineos y aseguraban fuertemente las correas. Escuchó, pues sabía que nunca más volvería a oír aquellos ruidos. Los látigos restallaron y se abatieron sobre los lomos de los perros. ¡Cómo gemían! ¡Cómo aborrecían aquellas bestias el trabajo y la pista! ¡Allá iban! Trineo tras trineo, se fueron alejando con rumor casi imperceptible. Se habían ido. Se habían apartado de su vida y él se enfrentó solo con la amargura de su última hora. Pero no; la nieve crujió bajo un mocasín; un hombre se detuvo a su lado; Una mano se apoyó suavemente en su cabeza. Agradeció a su hijo este gesto. Se acordó de otros viejos cuyos hijos no se habían despedido de ellos cuando la tribu se fue. Pero su hijo no era así. Sus pensamientos volaron hacia el pasado, pero la voz del joven lo hizo volver a la realidad.
-¿Estás bien? - le preguntó.
Y el viejo repuso:
-Estoy bien.
-Tienes leña a tu lado -dijo el joven-, y el fuego arde alegremente. La mañana es gris y el frío ha cesado. La nieve no tardará en llegar. Ya nieva.
-Sí, ya nieva.
-Los hombres de la tribu tienen prisa. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por la falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?
-Sí. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeta a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien.
Inclinó sin tristeza la frente y así permaneció hasta que hubo cesado el rumor de los pasos al aplastar la nieve y comprendió que su hijo ya no lo oiría si lo llamase. Entonces se apresuró a acercar la mano a la leña. Sólo ella se interponía entre él y la eternidad que iba a engullirlo. Lo último que la vida le ofrecía era un manojo de ramitas secas. Una a una, irían alimentando el fuego, e igualmente, paso a paso, con sigilo, la muerte se acercaría a él. Y cuando la última ramita hubiese desprendido su calor, la intensidad de la helada aumentaría. Primero sucumbirían sus pies, después sus manos, y el entumecimiento ascendería lentamente por sus extremidades y se extendería por todo su cuerpo. Entonces inclinaría la cabeza sobre las rodillas y descansaría. Era muy sencillo. Todos los hombres tenían que morir.
No se quejaba. Así era la vida y aquello le parecía justo. Él había nacido junto a la tierra, y junto a ella había vivido: su ley no le era desconocida. Para todos los hijos de aquella madre la ley era la misma. La naturaleza no era muy bondadosa con los seres vivientes. No le preocupaba el individuo; sólo le interesaba la especie. Ésta era la mayor abstracción de que era capaz la mente bárbara del viejo Koskoosh, y se aferraba a ella firmemente. Por doquier veía ejemplos de ello. La subida de la savia, el verdor del capullo del sauce a punto de estallar, la caída de las hojas amarillentas: esto resumía todo el ciclo. Pero la naturaleza asignaba una misión al individuo. Si éste no la cumplía, tenía que morir. Si la cumplía, daba lo mismo: moría también. ¿Qué le importaba esto a ella? Eran muchos los que se inclinaban ante sus sabias leyes, y eran las leyes las que perduraban; no quienes las obedecían. La tribu de Koskoosh era muy antigua. Los ancianos que él conoció de niño ya habían conocido a otros ancianos en su niñez. Esto demostraba que la tribu tenía vida propia, que subsistía porque todos sus miembros acataban las leyes de la naturaleza desde el pasado más remoto. Incluso aquellos de cuyas tumbas no quedaba recuerdo las habían obedecido. Ellos no contaban; eran simples episodios. Habían pasado como pasan las nubes por un cielo estival. Él también era un episodio y pasaría. ¡Qué importaba él a la naturaleza! Ella imponía una misión a la vida y le dictaba una ley: la misión de perpetuarse y la ley de morir. Era agradable contemplar a una doncella fuerte y de pechos opulentos, de paso elástico y mirada luminosa. Pero también la doncella tenía que cumplir su misión. La luz de su mirada se hacía más brillante, su paso más rápido; se mostraba, ya atrevida, ya tímida con los varones, y les contagiaba su propia inquietud. Cada día estaba más hermosa y más atrayente. Al fin, un cazador, a impulsos de un deseo irreprimible, se la llevaba a su tienda para que cocinara y trabajase para él y fuese la madre de sus hijos. Y cuando nacía su descendencia, la belleza la abandonaba. Sus miembros pendían inertes, arrastraba los pies al andar, sus ojos se enturbiaban y destilaban humores. Sólo los hijos se deleitaban ya apoyando su cara en las arrugadas mejillas de la vieja squaw, junto al fuego. La mujer había cumplido su misión. Muy pronto, cuando la tribu empezara a pasar hambre o tuviese que emprender un largo viaje, la dejarían en la nieve, como lo habían dejado a él, con un montoncito de leña seca. Ésta era la ley.
Colocó cuidadosamente una ramita en la hoguera y prosiguió sus meditaciones. Lo mismo ocurría en todas partes y con todas las cosas. Los mosquitos desaparecerían con la primera helada. La pequeña ardilla de los árboles se ocultaba para morir. Cuando el conejo envejecía, perdía la agilidad y ya no podía huir de sus enemigos. Incluso el gran oso se convertía en un ser desmañado, ciego, y gruñón, para terminar cayendo ante una chillona jauría de perros de trineo. Se acordó de cómo él también había abandonado un invierno a su propio padre en uno de los afluentes superiores del Klondike. Fue el invierno anterior a la llegada del misionero con sus libros de oraciones y su caja de medicinas. Más de una vez Koskoosh había dado un chasquido con la lengua al recordar aquella caja..., pero ahora tenia la boca reseca y no podía hacerlo. Especialmente el «matadolores» era bueno sobremanera. Pero el misionero resultaba un fastidio, al fin y al cabo, porque no traía carne al campamento y comía con gran apetito. Por eso los cazadores gruñían. Pero se le helaron los pulmones allá en la línea divisoria del Mayo, y después los perros apartaron las piedras con el hocico y se disputaron sus huesos.
Koskoosh echó otra ramita al fuego y evocó otros recuerdos más antiguos: aquella época de hambre persistente en que los viejos se agazapaban junto al fuego con el estómago vacío, y sus labios desgranaban oscuras tradiciones de tiempos remotos en que el Yukon estuvo sin helarse tres inviernos y luego se heló tres veranos seguidos. Él perdió a su madre en aquel período de hambre. En verano fracasó la pesca del salmón, y la tribu esperaba que llegase el invierno y, con él, los caribúes. Pero llegó el invierno y los caribúes no llegaron. Nunca se había visto nada igual, ni siquiera en los tiempos de los más ancianos. El caribú no llegó, y así pasaron siete meses. Los conejos escaseaban y los perros no eran más que manojos de huesos. Y durante los largos meses de oscuridad los niños lloraron y murieron, y con ellos los viejos y las mujeres. Ni siquiera uno de cada diez de los hombres de la tribu vivió para saludar al sol cuando éste volvió en primavera. ¡Qué hambre tan espantosa fue aquélla!
Pero también recordaba épocas de abundancia en que la carne se les echaba a perder en las manos y los perros engordaban y se movían con pereza de tanto comer, épocas en que ni siquiera se molestaban en cazar. Las mujeres eran mujeres fecundas y las tiendas se llenaban de niños varones y niños mujeres, que dormían amontonados. Los hombres, ahítos, resucitaban antiguas rencillas y cruzaban la línea divisoria hacia el Sur para matar a los pellys, y hacia el Oeste para sentarse junto a los fuegos apagados de los tananas. Se acordó de un día en que, siendo muchacho y hallándose en plena época de abundancia, vio cómo los lobos acosaban y derribaban a un alce. Zing-ha estaba tendido con él en la nieve para observar la contienda. Zing-ha, que, andando el tiempo, se convirtió en el más astuto de los cazadores y terminó sus días al caer por un orificio abierto en el hielo del Yukon. Un mes después lo encontraron tal como quedó, con medio cuerpo asomando por el agujero donde lo sorprendió la muerte por congelación.
Sus pensamientos volvieron al alce. Zing-ha y él salieron aquel día para jugar a ser cazadores, imitando a sus padres. En el lecho del arroyo descubrieron el rastro reciente de un alce, acompañado de las huellas de una manada de lobos. «Es viejo -dijo Zing-ha examinando las huellas antes que él-. Es un alce viejo que no puede seguir al rebaño. Los lobos lo han separado de sus hermanos y ya no lo dejarán en paz.» Y así fue. Era la táctica de los lobos. De día y de noche lo seguían de cerca, incansablemente, saltando de vez en cuando a su hocico. Así lo acompañaron hasta el fin. ¡Cómo se despertó en Zing-ha y en él la pasión de la sangre! ¡Valdría la pena presenciar la muerte del alce!
Con pie ligero siguieron el rastro. Incluso él, Koskoosh, que no había aprendido aún a seguir rastros, hubiera podido seguir aquél fácilmente, tan visible era. Los muchachos continuaron con ardor la persecución. Así leyeron la terrible tragedia recién escrita en la nieve. Llegaron al punto en que el alce se había detenido. En una longitud tres veces mayor que la altura de un hombre adulto, la nieve había sido pisoteada y removida en todas direcciones. En el centro se veían las profundas huellas de las anchas pezuñas del alce y a su alrededor, por doquier, las huellas más pequeñas de los lobos. Algunos de ellos, mientras sus hermanos de raza acosaban a su presa, se tendieron a un lado para descansar. Las huellas de sus cuerpos en la nieve eran tan nítidas como si los lobos hubieran estado echados allí hacía un momento. Un lobo fue alcanzado en un desesperado ataque de la víctima enloquecida, que lo pisoteó hasta matarlo. Sólo quedaban de él, para demostrarlo, unos cuantos huesos completamente descarnados.
De nuevo dejaron de alzar rítmicamente las raquetas para detenerse por segunda vez en el punto donde el gran rumiante había hecho una nueva parada para luchar con la fuerza que da la desesperación. Dos veces fue derribado, como podía leerse en la nieve, y dos veces consiguió sacudirse a sus asaltantes y ponerse nuevamente en pie. Ya había terminado su misión en la vida desde hacía mucho tiempo, pero no por ello dejaba de amarla. Zing-ha dijo que era extraño que un alce se levantase después de haber sido abatido; pero aquél lo había hecho, evidentemente. El chaman vería signos y presagios en esto cuando se lo refiriesen.
Llegaron a otro punto donde el alce había conseguido escalar la orilla y alcanzar el bosque. Pero sus enemigos lo atacaron por detrás y él retrocedió y cayó sobre ellos, aplastando a dos y hundiéndolos profundamente en la nieve. No había duda de que no tardaría en sucumbir, pues los lobos ni siquiera tocaron a sus hermanos caídos. Los rastreadores pasaron presurosos por otros dos lugares donde el alce también se había detenido brevemente. El sendero aparecía teñido de sangre y las grandes zancadas de la enorme bestia eran ahora cortas y vacilantes. Entonces oyeron los primeros rumores de la batalla: no el estruendoso coro de la cacería, sino los breves y secos ladridos indicadores del cuerpo a cuerpo y de los dientes que se hincaban en la carne. Zing-ha avanzó contra el viento, con el vientre pegado a la nieve, y a su lado se deslizó él, Koskoosh, que en los años venideros sería el jefe de la tribu. Ambos apartaron las ramas bajas de un abeto joven y atisbaron. Sólo vieron el final.
Esta imagen, como todas las impresiones de su juventud, se mantenía viva en el cerebro del anciano, cuyos ojos ya turbios vieron de nuevo la escena como si se estuviera desarrollando en aquel momento y no en una época remota. Koskoosh se asombró de que este recuerdo imperase en su mente, pues más tarde, cuando fue jefe de la tribu y su voz era la primera en el consejo, había llevado a cabo grandes hazañas y su nombre llegó a ser una maldición en boca de los pellys, eso sin hablar de aquel forastero blanco al que mató con su cuchillo en una lucha cuerpo a cuerpo.
Siguió evocando los días de su juventud hasta que el fuego empezó a extinguirse y el frío lo mordió cruelmente. Tuvo que reanimarlo con dos ramitas y calculó lo que le quedaba de vida por las ramitas restantes. Si Sit-cum-to-ha se hubiera acordado de su abuelo, si le hubiese dejado una brazada de leña mayor, habría vivido más horas. A la muchacha le habría sido fácil dejarle más leña, pero Sit-cum-to-ha había sido siempre una criatura descuidada que no se preocupaba de sus antepasados, desde que el Castor, hijo del hijo de Zing-ha, puso los ojos en ella.
Pero ¿qué importaban ya estas cosas? ¿No había hecho él lo mismo en su atolondrada juventud? Aguzó el oído en el silencio de la tundra, y así permaneció unos momentos. A lo mejor su hijo se enternecía y volvía con los perros para llevarse a su anciano padre con la tribu a los pastos donde abundaban los rollizos caribúes.
Al aguzar el oído, su activo cerebro dejó momentáneamente de pensar. Todo estaba inmóvil. Su respiración era lo único que interrumpía el gran silencio... Pero ¿qué era aquello? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Un largo y quejumbroso aullido que le era familiar había rasgado el silencio... Y procedía de muy cerca... Se alzó de nuevo ante su turbia mirada la visión del alce, del viejo alce de flancos desgarrados y cubiertos de sangre, con la melena revuelta y acometiendo hasta el último instante con sus grandes y ramificados cuernos. Vio pasar raudamente las formas grises, de llameantes ojos, lenguas colgantes y colmillos desnudos. Y vio, en fin, cómo se cerraba el círculo implacable hasta convertirse en un punto oscuro sobre la nieve pisoteada.
Un frío hocico rozó su mejilla y, a su contacto, el alma del anciano saltó de nuevo al presente. Su mano se introdujo en el fuego y extrajo de él una rama encendida. Dominado instantáneamente por su temor ancestral al hombre, el animal se retiró, lanzando a sus hermanos una larga llamada. Éstos respondieron ávidamente, y pronto se vio el viejo encerrado en un círculo de siluetas grises y mandíbulas babeantes. Blandió como loco la tea, y los bufidos se convirtieron en gruñidos... Pero las jadeantes fieras no se marchaban. De pronto, uno de los lobos avanzó arrastrándose, y al punto le siguió otro, y otro después. Y ninguno retrocedía...
-¿Por qué me aferro a la vida? - se preguntó.
Y arrojó el tizón a la nieve. La ardiente rama se apagó con crepitante chisporroteo. Los lobos lanzaron gruñidos de inquietud, pero el círculo no se deshizo. Koskoosh volvió a ver el final de la lucha del viejo alce y, desfallecido, inclinó la cabeza sobre las rodillas. ¿Qué importaba la muerte? Había que acatar la ley de la vida.
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